Un timbre suena en mitad de un amanecer de invierno. El niño estira sus brazos y mueve hacia atrás el cuello. Tres palmadas chocan contra la puerta de su habitación. El niño se sienta en la cama y mueve los ojos con rapidez de un lado a otro, para despabilarse. Comprueba efectivamente que es un interno. Comprueba que amanece en diciembre. Por la persiana ve que la luz de la primera farola que habita la calle aún está encendida. Coloca una bata azul con amarillo, medio china, sobre su cuerpo, que se halla, supone, dentro de un pijama verde pálido, hace pis a oscuras, se quita las legañas ante un espejo que no refleja nada y avanza hacia la luz -blanca- que aparece por debajo de la puerta. Dice buenos días a alguien y sigue una línea roja o a la gente que sigue una línea roja, no se sabe muy bien. La procesión va a dar al comedor, donde coge una bandeja, un vaso con leche y tres bizcochos. Se sienta en una de las largas mesas. Es el Principito que cuida una rosa que no existe mientras esa peonza que, dicen, gobierna el peso del planeta, sigue dando vueltas de un patio a otro, esquivando a todos los animales que se cruza por el camino.
La máquina comienza a mojar los bizcochos que le han sido tendidos a la máquina anterior. Todo está perdonado. Afuera el pasado y el futuro son una broma en manos del otro. Los bizcochos están buenos. En el banquete se respiran los corales del leviatán y las flores del desierto acuden a un simple movimiento de hombro.
Hermosura y compasión, decía Nabokov para preguntarse, primero por escrito, si se le podía pedir más a una obra de arte.
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Carjat se mete dentro de la capucha negra. Los nitratos fabrican una posteridad, lo que es moderno. En la fotografía se aprecia una mirada (tiene en los ojos la claridad de una montaña a las doce del mediodía) contemplando un bosque dentro del cuál cada ahorcado lleva una insignia en la que hay grabado un nombre o, lo que es lo mismo, todos -están ilegibles-. La corbata del joven autor de El barco ebrio sale torcida, señalando las tres y veinte. (El parnaso que se ha congregado en el evento -cada paciente lo percibe propio- se frota las manos blancas, sudorosas...)...
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Se acerca la nochebuena de 1996. En el hospital algunos dementes se acercan a contemplar la nieve por entre las persianas mientras otros permanecen en las sillas del salón con la mirada puesta en el oro. El niño, aquel monstruo, el principito que mojaba torpemente, no lo dije, los bizcochos, duda a qué grupo unirse. Pregunta a un bedel si podría usar el teléfono, que funciona con veinticinco pesetas.
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