«Los períodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas. Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella. En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha en la mano.» (ERNST JÜNGER, «LA EMBOSCADURA»)
Reencuentro anoche con LA EXTRAÑA QUE HAY EN TI. Me impactó de nuevo.
Jodie, superdotada intelectualmente, imán de anómalos y perturbados en la ficción y en la vida real (desde trolls como Hinckley o Richardson a presencias sobrehumanas como Lecter), lesbiana más furtiva que payasesca (su críptico rigor contrasta con el chantaje exhibicionista de tantas otras –recordando a su contrapartida masculina, Kevin Spacey, en este juego de ambigüedades frente al empobrecimiento icónico que implica simpre la estereotipada obviedad-), madre sui generis pero profundamente entregada, atea y feminista con un algo de epicidad randiana (ignoro si consciente o no) que da su punto de heterodoxia a ambas condiciones, amiga de dietas estrictas (se intuye su parco régimen alimenticio en las filosas facciones y en el cutis estragado), obsesionada con la seguridad (como muestran varias de sus interpretaciones anteriores y también, paroxísticamente, ésta), niña vieja (su figura menuda se hace centenaria en los primeros planos, en esas arrugas rodeando sus labios, en esas manos nervudas –como cinceladas por Buonarotti-), fibrosa en su cautela (que algunos considerarán paranoia al ver esos brazos, esas pantorrillas, dignas de una partidaria a ultranza de la autodefensa), hace tiempo que el espectro en permanente alerta de Clarice Starling la posee (como Norman Bates acabó adueñándose de Anthony Perkins) y dirige sus pasos en habitaciones del pánico, en aviones poco seguros, o, como ahora, en la megaurbe (esa megaurbe que hace milenios -cuando Jodie se hacía llamar Iris- otro insomne traumatizado recorría con su taxi, recorrido que hoy ella revive micro en ristre cazando momentos a auscultar en su vigilia radiofónica de madrugada). Paz herbívora y progresista mutando ante los embates de la realidad. Como aquel apacible ungulado (pariente de ciervos y jabalíes) que acabó deviniendo en el mayor carnívoro terrestre y, después (oh, paradoja evolutiva), en la criatura más inteligente que ha surcado los mares.
Fui durante un buen rato Erica Bain, tras casi veinte años de desencuentro con la actriz. Volví a sentir bajo mi piel su fibra nerviosa, cautelosa. Como la primera vez que, partiendo de sus ojos, me topé con mi dios Lecter en aquella galería sórdida donde (casi como en algunos momentos de Internet) las gotas de semen y los exabruptos olfativos volaban desde las celdas sin luz.