martes, 21 de julio de 2020
LA CANCION DE PITUFINA
Ayer inicié mi escucha quinquenal de Bette Middler. Y, de pronto, resolví una asignatura que tenía pendiente: encajar a esa voz tan morrongona y expresiva un físico que no me desconcertase. Había descubierto a la Middler en los 40 Principales cuando debutaba en los 70 invitándonos a bailar y me la imaginaba bella y luminosa cual helado de vainilla. Cuando me hice tiempo después en Los Sótanos con su primer álbum LA DIVINA MISS M y vi la foto de contraportada no casaba aquel físico con aquella voz. A diferencia de la Minnelli, en quien nunca me sorprendió el batracio denominador común entre el poderío vocal con un punto gorgoteante (que diría Lovecraft) y sus trazas tan peculiares, con la Middler tenía que abstraer e imaginar algo diferente. Más frágil, más gatuno, más cercano a la solista de las Shangri La's (pitufina rodeada de mujeronas equinas), por mentar un grupo al que Bette versioneó en ese disco de debut. Pero la complejidad dramática del repertorio middleriano trascendía el vintage adolescente y esa voz seguía huérfana para mí de una imagen completamente ad hoc.
Ha sido ahora, cuando me he enganchado vespertinamente a una nueva saga de Chuck Lorre (como me pasa siempre con este hombre, caigo en su hechizo tras años de no hacerle ni caso -me pasó con DOS HOMBRES Y MEDIO, con las peripecias de Sheldon Cooper y su cuadrilla, sólo con ROSEANNE entré a la primera y quedé prendado de su hija Darlene, que me llevaría a cumbres mitómanas -aquellos morreos con la tocinilla Barrymore en POISON IVY...- hasta que la fastidió retocándose el perfil y desfigurando su encanto mustélido), el descubrir por fín que las canciones de la Middler si se trocan en imágenes son la perfecta ilustración de la baqueteada etopeya de esa pitufina de vuelta de alcohol, drogas, juego, barra de stripper, con su gigantesca madre a cuestas (cual viejo del mar de Simbad), siempre intentando superarse y caminando por la vida con la torpe osadía del funámbulo a la fuerza, la gatita curtida y desvalida a un tiempo que Anna Faris borda en la serie MOM, la más cruda y feroz del siempre vitriólico Lorre. Si en mi cotidianidad de autistónomo quasi indigente me he visto en los últimos tiempos cada vez más como un personaje de una de sus series (cuando me topo con una nueva avería, o un nuevo contratiempo burocrático, o algún sujeto anticlimático que me fastidia la precaria estabilidad de la jornada, o se me corta el soplo miestras realizo mis tareas escherianas...), el descubrimiento de Christy Plunkett y su caterva de compañeras de infortunio eleva esta identificación a la enésima potencia. Y la caravaggiesca lucha de luz y sombras que implican las canciones de la Middler desde que empecé la escucha se solapan con los ojazos entre inermes y feroces, con el mohín entre apucherado y rabioso, de la pitufina.
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