jueves, 29 de junio de 2017
MIS ANGELES Y DEMONIOS TELEVISIVOS DE INFANCIA
Cierta polémica reciente provocada por uno de los hijos del cuñado de Franco (Jesús) a propos de cierta escritora "amiga de los niños" me ha llevado a pensar en las presencias de la tele que me deprimieron o lo contrario en mis años más mozos.
Debo señalar que mi cronología infantil estuvo tristemente marcada por programas "para niños" que, muchos años más tarde, podría resumir en las asechanzas del senecto Herbert en torno a su deseado Chris Griffin. Un despliegue geriátrico que, con impostada impostura, pretendía seducir al pequeño Zurdito y sólo le provocaba grima y sospecha. Había algo turbio, como de torpe paidofilia con olor a pis rancio (vamos, puro Herbert): aquellos primigenios Boliche y Chapinete (siempre asocio al primero con el frenético Quique Camoiras y, al final, de tan sepia que están en mi memoria, los acabo entremezclando con secundarios del cine costumbrista de la época -Manolo Morán, Félix Fernández, José Orjas o ese relamido jefecillo de ATRACO A LAS TRES que caso por su fruncido mohín de boca con el Marías generador de la polémica que da pie a esta entrada- y así casi los redimo de su mal rollo), aquellos vieneses absurdos como gárgolas emanadas de EL TERCER HOMBRE (Franz Johann, Gustavo Re y la dragonlady Herta Frankel con sus espeluznantes marionetas), el tío Aquiles de LOS CHIRIPITIFLAUTICOS (rodeado de elementos más jóvenes pero no menos bizarros, como el tardígrado Locomotoro -preludio en lelo de aquel inefable Carlos Iglesias que sí me causaría adicción varios evos después con sus dos creaciones magnas, el "orgulloso" Pepelu y el hebefrénico Benito Lopera-, la didáctica Valentina -ya anticipando su destino final como voz avisadora de las estaciones en el Metro madrileño y que en su sádica y ¿cordial? asexualidad con algo opusino parecía una Rottenmeyer entreverada con la institutriz de los retoños Trapp- más el jovial capitán Tan -casi el que menos horror me producía: con su aire de joven funcionario desarrollista disfrazado de explorador, me resignaba a que, si alguno de esos espectros tenía que estuprarme, lo hiciese él-), a lo que añadir la escritora de marras "amiga de los niños" (que, con su impostada simpleza y sus enormes hechuras, asociaba a una versión psitaciforme del pájaro dodo y también al actor Fernando Sancho -de quien por un tiempo la creí hermana o similar, por aquello de los parecidos razonables-).
Reconozco que, en materia de senectudes, yo ponía el listón muy alto: mi impronta (que diría Konrad Lorenz) la marcaron las dos ancianas que me criaron (mi bisabuela Manuela y su hija mayor, mi tía Pepa, agudas, nada seniles, muy jóvenes de espíritu, que aún hoy me resulta difícil concebir como "viejas" -y que, por ello, siempre vuelven a mi recuerdo cuando releo o reviso en una entrevista a Rosa Chacel-), y algo más tarde otro joven eterno (mi despepitado abuelo Joaquín, con mucho del Arturo Fernández de TRUHANES y algunas gotas del simpar torero Juncal hibridado con el dandy César González Ruano, siempre coqueto y seductor, y pródigo en anécdotas extremas entre lo hipocondríaco, lo mañarianamente procesional y lo gallardo), a lo que añadir esas dos camisas viejas (¿tal vez las llegó a conocer nuestra escritora "amiga de los niños" en sus años por la Sección Femenina?) de curtidas facciones de piel roja, laconismo militar y una profunda ternura latiendo dentro (mi randiana y naturista tía Carmela con su aire a lo Stewart Granger -de la que, con unción, ya he hablado en papel y en la peli del sr Pinzolas- y la directora de mi parvulario, la carismática Mª Dolores Galvarriato, hermana de la musa de Pedro Salinas -con algo reciamente medieval en sus facciones y talla, a cuyo lado la sufrida hermana de José Antonio siempre me pareció una bayeta mojada-). Lo más cercano a estas improntas que me deparó la tele no me lo dio la programación infantil sino los dramáticos (NOVELA, ESTUDIO 1...) donde presencias como la ominosa Cándida Losada o la elegante Irene Gutiérrez Caba o las pizpiretas hermanas Muñoz Sampedro o las magníficas estantiguas Carmen Carbonell y Amelia de la Torre sacaban el Harold que hay en mí en busca de su Maude.
Ancianidades aparte, mis visiones del estupro como paliativo de la orfandad en que, a partir de determinado momento, se encalló mi corazón (aún más tras colgarme por un tiempo con las lecturas de Dickens) las nutría en mis deseos de ser adoptado/raptado por un Phileas Fogg con cara de David Niven o por el matrimonio Mc Millan (tan exactamente adecuado a mi perversión polimorfa, mi primer objeto de deseo televisivo tras Wilma Flinstone -versión bidimensional de Deborah Kerr-) o incluso por el decadente y canoso Banacek (lejos aún de la tebeística épica que lo encumbraría al frente del EQUIPO A). Estos ensueños me alejaban de las repelencias herbertianas ya comentadas de los espacios "para niños" y de los desagradables encuentros con tal o cual paidorro (siempre en el mismo sitio, cerca del Canal, donde la torre de agua y frente al cuartel de bomberos, junto a la antigua boca de Metro de Ríos Rosas) que, al volver del colegio entre el 71 y el 72 (aún no había acabado de pegar el estirón ni engrosado el cristal de mis gafas y debía de conservar algún resto de mis encantos prepúberes a lo Audrey Hepburn) se me echaban encima a la anochecida (uno de ellos, componente de cierto combo musical muy popular a la sazón por sus adaptaciones pop de canciones de la postguerra -de esas que un lustro más tarde desempolvaría Patino-). Llegaba a casa estresado y mi mente se elevaba acunada por las canciones recién descubiertas de las Vainicas o de la Bonet o siguiendo las peripecias de aquellas magníficas series detectivescas de la NBC. Rosa Chacel (la apolínea -como la definiría Jiménez Losantos en uno de sus momentos más felices-) se había asomado a mi vida no mucho antes a través de la lectura malagueña (en casa de mi tía Cari) de su novela TERESA pero aún faltaba tiempo para caer rendido a sus plantas (cuando se me transfiguró allá por los últimos 70 con sus turgentes MEMORIAS DE LETICIA VALLE y DESDE EL AMANECER).
Fue justo por entonces cuando un espacio infantil no me pareció insano y repugnante sino cabalmente adecuado a lo que es un niño (esto es, un loco bajito -y, por loco, digno de respeto-, no un idiota manipulable al capricho baboso de gentes que no lo entienden en absoluto, por mucho que nos vendan lo contrario). Si no fuese por mi retardo emocional que me dejó para siempre en el umbral de los quince años, podría decir que se me pasó el arroz cuando en TVE irrumpió SESAMO ST: pero nada más lejos (y mucho de lo aparecido por entonces en mis escritos y viñetas contraculturales da testimonio). Los monstruos peludos adictos a las cookies o a la docencia (Coco, ese piloso trasunto de filósofo peripatético), la pareja criptogayer Epi y Blas, el entrañable vampiro transilvano/pennsilvano, el MANA MANA, esos ecos de la alegría pillastre de Ken Kesey y su magic bus... Esas fueron para mí las auténticas presencias amigas de los niños. Sólo en cosas japonesas (anime -tanto series como largometrajes, caso de EL VIAJE DE CHIHIRO o LA PRINCESA MONONOKE- y alguna cosa de Kitano -su desmadrado CASTILLO DE TAKESHI o su lírica EL VERANO DE KIKUJIRO-) hallaría elementos audiovisuales que me transmitieran sensaciones parecidas de gozo y empatía, sin ver al fétido espectro de Herbert acechando entre las sombras.
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