lunes, 20 de junio de 2011

El timbre (El oro, la nieve y la corbata torcida de Arthur Rimbaud)


Un timbre suena en mitad de un amanecer de invierno. El niño estira sus brazos y mueve hacia atrás el cuello. Tres palmadas chocan contra la puerta de su habitación. El niño se sienta en la cama y mueve los ojos con rapidez de un lado a otro, para despabilarse. Comprueba efectivamente que es un interno. Comprueba que amanece en diciembre. Por la persiana ve que la luz de la primera farola que habita la calle aún está encendida. Coloca una bata azul con amarillo, medio china, sobre su cuerpo, que se halla, supone, dentro de un pijama verde pálido, hace pis a oscuras, se quita las legañas ante un espejo que no refleja nada y avanza hacia la luz -blanca- que aparece por debajo de la puerta. Dice buenos días a alguien y sigue una línea roja o a la gente que sigue una línea roja, no se sabe muy bien. La procesión va a dar al comedor, donde coge una bandeja, un vaso con leche y tres bizcochos. Se sienta en una de las largas mesas. Es el Principito que cuida una rosa que no existe mientras esa peonza que, dicen, gobierna el peso del planeta, sigue dando vueltas de un patio a otro, esquivando a todos los animales que se cruza por el camino.
La máquina comienza a mojar los bizcochos que le han sido tendidos a la máquina anterior. Todo está perdonado. Afuera el pasado y el futuro son una broma en manos del otro. Los bizcochos están buenos. En el banquete se respiran los corales del leviatán y las flores del desierto acuden a un simple movimiento de hombro.
Hermosura y compasión, decía Nabokov para preguntarse, primero por escrito, si se le podía pedir más a una obra de arte.

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Carjat se mete dentro de la capucha negra. Los nitratos fabrican una posteridad, lo que es moderno. En la fotografía se aprecia una mirada (tiene en los ojos la claridad de una montaña a las doce del mediodía) contemplando un bosque dentro del cuál cada ahorcado lleva una insignia en la que hay grabado un nombre o, lo que es lo mismo, todos -están ilegibles-. La corbata del joven autor de El barco ebrio sale torcida, señalando las tres y veinte. (El parnaso que se ha congregado en el evento -cada paciente lo percibe propio- se frota las manos blancas, sudorosas...)...

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Se acerca la nochebuena de 1996. En el hospital algunos dementes se acercan a contemplar la nieve por entre las persianas mientras otros permanecen en las sillas del salón con la mirada puesta en el oro. El niño, aquel monstruo, el principito que mojaba torpemente, no lo dije, los bizcochos, duda a qué grupo unirse. Pregunta a un bedel si podría usar el teléfono, que funciona con veinticinco pesetas.

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domingo, 19 de junio de 2011

JORGE BERLANGA, POR CHARLIE MYSTERIO


















Para leer el artículo (publicado en www.shadowline1.com), pinche aquí.

lunes, 13 de junio de 2011

ESTOY CON NADIE

«HOVSTAD. - La mayoría siempre tiene razón.
BILLING. - Sí. La mayoría siempre tiene razón...
DOCTOR STOCKMANN. - No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa es la mayor mentira social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás. (Escándalo, gritos.)
¡Ahogad mis palabras con vuestro vocerío! No sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la: mayoría tiene la fuerza, pero no tiene la razón. Tenemos la razón yo y algunas otros. La minoría siempre tiene razón. (Tumulto.)
HOVSTAD, - ¿Desde cuándo se ha convertido usted en un aristócrata, señor doctor?
DOCTOR STOCKMANN. - Os juro que no otorgaré ni una palabra de limosna a los desgraciados de pecho comprimido y respiración vacilante, quienes no tienen nada que ver con el movimiento de la vida. Para ellos no son posibles la acción ni el progreso. Me refiero a la aristocracia intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes. Los hombres de esa aristocracia están siempre en primera línea, lejos de la mayoría, y luchan por las nuevas verdades, demasiado nuevas para que la mayoría las comprenda y las admita. Pienso dedicar todas mis fuerzas y toda mi inteligencia a luchar contra esa mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón. ¿Qué valor ofrecen las verdades proclamadas por la masa? Son viejas y caducas. Y cuando una verdad es vieja, se puede decir que es una mentira, porque acabará convirtiéndose en mentira. (Se oyen risas, burlas, murmullos y exclamaciones de sorpresa.) No me importa lo más mínimo que me creáis o no. En general, las verdades no tienen una vida tan larga como Matusalén. Cuando una verdad es aceptada per todos, sólo le quedan de vida unos quince o veinte años a lo sumo, y esas verdades, que se han convertido así en viejas y caducas, son las que impone la mayoría de la sociedad como buenas, como sanas. ¿De qué sirve asimilar tamaña podredumbre? Soy médico, y les aseguro que es un alimento desastroso, créanme, tan malo como los arenques salados y el jamón rancio. Esa es la razón por la cual las enfermedades morales acaban con el pueblo.» (UN ENEMIGO DEL PUEBLO, Heinrik Ibsen)



Estoy con aquellos que no aceptan terminales ni coartadas ideológicas como la verdad absoluta. Que no delegan en otros su integridad y su criterio. Que nunca serán rehenes de la cantidad ni traidores a la cualidad. Que, desde sus percepciones y sus fantasmas y sus cicatrices y sus esperanzas, buscan siempre lo mejor como horizonte (y no como enemigo) de lo bueno. Que sólo pueden funcionar como agentes agitadores al servicio de su propia potencia, personal, intransferible. Estoy con personas que percibo íntegras por muy contradictoria que sea la suma de sus mensajes, porque, en el fondo, hay un consenso impremeditado, ajeno a su voluntad y sólo marcado a fuego por el Destino, el consenso de la integridad, de la intención de ir al meollo de los problemas, sin ceder a presiones, a males ¿menores?, a opciones ¿útiles? Estoy con quienes saben enseñorearse de la oportunidad sin esclavizarse al oportunismo. Estoy con los que no convierten el agradecimiento en cadena perpetua (en todo caso, gesto puntual, agilidad casuística que no desnaturalice su visión de las cosas). Estoy (el orden es aleatorio) con Ayn Rand y con Ernst Jünger (epígonos superadores –cada cual a su modo y manera- de mi troquel nietzscheano), con Julio Anguita, con Alexandr Zinoviev, con Luis del Pino, con Antonio Fernández Ortiz, con Walter Rathenau y con Ferdinand Lassalle, con Thomas Sankara, con Juan Velasco Alvarado, con Clint Eastwood, con Leonard Cohen, con Jacobo Arbenz, con mi buen amigo Takla Makan (conocido terrenalmente como Rafa Castilla) y con mi poeta el supremo visionario Juan Eduardo Cirlot y con mi antimédico de familia Gregory House, con Adolfo Suárez, con Aquilino Duque, con Pío Baroja (y con esa reencarnación penibéticamente suya que desde hace poco me ha regalado Facebook: el buen Mameluco Morales), con mi santa la incanonizable Simone Weil, con mi psicoterapeuta de cabecera Hannibal Lecter, con mi más fiel camarada musical el elegante rejoneador de días y noches (sobre todo, noches) Charlie Mysterio, con mi heroína (en todos los sentidos de la palabra) Esther Peñas, con… y con… y también con… En una palabra (odiseica –solitaria palabra-) con N•A•D•I•E.

sábado, 11 de junio de 2011

martes, 7 de junio de 2011

De animales menguantes que crecen 1 cm cuando se fijan en los demás animales menguantes

Estimada Sra Riolivos,

La locura es un animal con espejo en vez de cabeza, el lomo es un recuerdo y las patas son las de una mesa que tiene un vaso de agua a la mitad y una flor de tela al lado. Hay cerca una madre muerta que, además, es infeliz. También hay unos niños, también muertos, que aún no han aprendido a restar. Luego intento seguir con esto, señora. Tengo una ranura en el bolsillo de la cabeza y entran muchas cartas del juzgado. Hay dibujadas fechas y pone que he de presentarme o, si no, moriré. Así, como si fuera algo importante lo pone. Yo entiendo que debe de ser duro morirse cuando uno es alguien a quien la gente que le saluda por la calle le dice que es joven y muy majo y que todo está bien en todas las casas e incluida la suerte de tener tanto tiempo y sentarse, por ejemplo, a mirar coches pasar mientras atardece. Le aseguro, señora, que yo entiendo eso muy bien. Cuando ayer concebí la comprensión de todo ello esperé a que sonara el timbre, pero el asesinato no dio señales de vida. Esperé hasta que se acabó el telediario y luego abrí la cama que ya estaba abierta para continuar durmiendo. Le diré que no es mi único mal todo eso, también envidio mucho y, debido a ello, tengo muchísimas dificultades para respirar. Tampoco he inventado nada, ya existieron muchas personas que probaron a beber su orín antes que yo a ver si con ello lograban restablecerse. Mi nuevo médico me ha aconsejado que no coja el teléfono en los momentos en que note que el animal del principio se ha convertido en mí. Hoy lo he cogido para comprobarme y, mientras una señorita decía que debía de hacerme unas preguntas sobre alimentación, yo eructaba caracoles y, verdaderamente, no ha sido agradable para ninguno de ambos, pero era lo único que podía pasar y he tenido la suerte de comprenderlo en esa práctica de cosas que es la realidad y luego, al fin, conceder razón a la luna de la catatonía, que es una luna que nunca se refleja en el agua del mar. Lo vi cuando estuve en las vacaciones del colegio, en la terraza del apartahotel de Torremolinos.

Comprenda que le estoy contando todo con la consideración que creo merece mi abismo, la cuál a usted, que a buena fe habrá librado sus seguras mil batallas, podría parecerle un simple bordillo de esos que hacen para las bicicletas.

Algunas mañanas en las que mi sobriedad aparece, simplemente abro el armario, y ahí veo, en la sola percha vacía que tiene dentro, el amor tal y como yo lo entiendo, señora. Entienda también que sería una manera de expresar la bravata: Como no tengo ropa me libro de las polillas. Dispense a la fiera, él no tiene la culpa de vivir dentro del cuerpo de un jovencito. Los pájaros son él, saben que su imagen, cuando realizan un vuelo mínimo para pasar de una rama a otra, se parecen a mi pobre bestia, que también trina, aunque -ay- sólo puedo oírla yo. Me llenan tanto de emoción sus canciones... me gustaría tanto que las pudiera compartir con otras personas. A usted también le harían ver ese cielo que consiste en llorar, le aseguro que el llanto derrite la oscuridad, da igual el trecho de túnel que lleve andado, quedaría parada y encima suya estaría el cielo que la he dicho.

Por favor, remita esta carta a su jefe. Estoy completamente seguro de que podremos asumir, entre los tres, nuestra pequeña muerte sin malos entendidos ni paseos en vano.

Saludo número trescientos treinta y algo,
Frederic Chopin,