«HOVSTAD. - La mayoría siempre tiene razón.
BILLING. - Sí. La mayoría siempre tiene razón...
DOCTOR STOCKMANN. - No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa es la mayor mentira social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás. (Escándalo, gritos.)
¡Ahogad mis palabras con vuestro vocerío! No sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la: mayoría tiene la fuerza, pero no tiene la razón. Tenemos la razón yo y algunas otros. La minoría siempre tiene razón. (Tumulto.)
HOVSTAD, - ¿Desde cuándo se ha convertido usted en un aristócrata, señor doctor?
DOCTOR STOCKMANN. - Os juro que no otorgaré ni una palabra de limosna a los desgraciados de pecho comprimido y respiración vacilante, quienes no tienen nada que ver con el movimiento de la vida. Para ellos no son posibles la acción ni el progreso. Me refiero a la aristocracia intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes. Los hombres de esa aristocracia están siempre en primera línea, lejos de la mayoría, y luchan por las nuevas verdades, demasiado nuevas para que la mayoría las comprenda y las admita. Pienso dedicar todas mis fuerzas y toda mi inteligencia a luchar contra esa mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón. ¿Qué valor ofrecen las verdades proclamadas por la masa? Son viejas y caducas. Y cuando una verdad es vieja, se puede decir que es una mentira, porque acabará convirtiéndose en mentira. (Se oyen risas, burlas, murmullos y exclamaciones de sorpresa.) No me importa lo más mínimo que me creáis o no. En general, las verdades no tienen una vida tan larga como Matusalén. Cuando una verdad es aceptada per todos, sólo le quedan de vida unos quince o veinte años a lo sumo, y esas verdades, que se han convertido así en viejas y caducas, son las que impone la mayoría de la sociedad como buenas, como sanas. ¿De qué sirve asimilar tamaña podredumbre? Soy médico, y les aseguro que es un alimento desastroso, créanme, tan malo como los arenques salados y el jamón rancio. Esa es la razón por la cual las enfermedades morales acaban con el pueblo.» (UN ENEMIGO DEL PUEBLO, Heinrik Ibsen)
Estoy con aquellos que no aceptan terminales ni coartadas ideológicas como la verdad absoluta. Que no delegan en otros su integridad y su criterio. Que nunca serán rehenes de la cantidad ni traidores a la cualidad. Que, desde sus percepciones y sus fantasmas y sus cicatrices y sus esperanzas, buscan siempre lo mejor como horizonte (y no como enemigo) de lo bueno. Que sólo pueden funcionar como agentes agitadores al servicio de su propia potencia, personal, intransferible. Estoy con personas que percibo íntegras por muy contradictoria que sea la suma de sus mensajes, porque, en el fondo, hay un consenso impremeditado, ajeno a su voluntad y sólo marcado a fuego por el Destino, el consenso de la integridad, de la intención de ir al meollo de los problemas, sin ceder a presiones, a males ¿menores?, a opciones ¿útiles? Estoy con quienes saben enseñorearse de la oportunidad sin esclavizarse al oportunismo. Estoy con los que no convierten el agradecimiento en cadena perpetua (en todo caso, gesto puntual, agilidad casuística que no desnaturalice su visión de las cosas). Estoy (el orden es aleatorio) con Ayn Rand y con Ernst Jünger (epígonos superadores –cada cual a su modo y manera- de mi troquel nietzscheano), con Julio Anguita, con Alexandr Zinoviev, con Luis del Pino, con Antonio Fernández Ortiz, con Walter Rathenau y con Ferdinand Lassalle, con Thomas Sankara, con Juan Velasco Alvarado, con Clint Eastwood, con Leonard Cohen, con Jacobo Arbenz, con mi buen amigo Takla Makan (conocido terrenalmente como Rafa Castilla) y con mi poeta el supremo visionario Juan Eduardo Cirlot y con mi antimédico de familia Gregory House, con Adolfo Suárez, con Aquilino Duque, con Pío Baroja (y con esa reencarnación penibéticamente suya que desde hace poco me ha regalado Facebook: el buen Mameluco Morales), con mi santa la incanonizable Simone Weil, con mi psicoterapeuta de cabecera Hannibal Lecter, con mi más fiel camarada musical el elegante rejoneador de días y noches (sobre todo, noches) Charlie Mysterio, con mi heroína (en todos los sentidos de la palabra) Esther Peñas, con… y con… y también con… En una palabra (odiseica –solitaria palabra-) con N•A•D•I•E.
1 comentario:
No puede uno emocionarse demasiado cuando te comparan con Baroja, y es simplemente por una cosa, una cosa sola. Cuando en sus memorias Castilla del Pino contaba como lo "perseguía" de chaval, sin decirle nada, en grandes caminatas por Madrid para acompañar al genio, le envidié. Y envidio a poca gente de esa manera -no soy muy envidioso-. Al viejecillo que con 82 años era mi psiquiatra lo envidiaba no por haber escrito libros ni ser reconocido -hoy ya solo vive esa vida de la fama que decía Manrique, o sea, que está muerto-, sino por haber visto andando a Pío Baroja. Admiro a este señor que cualquier comparación con él, aunque sea reencarnación -tan ignota en mi ocmprensión-, es enésimamente exagerada y abrumadora. Pero, gracias Zurdo, porque será esta ocasión y no otra, en la que esté cerca de la grandeza.
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